domingo, 16 de octubre de 2011

Transformar lo terrible en Bello: Assumpció Mateu



La pintora Assumpció Mateu (Gerona, 9 julio 1952) viaja en coche por una carretera, a cuyos lados aparece la visión real de un bosque ardiendo.
Hace muy poco tiempo que ha muerto su padre, y el dolor que la acompaña, se une a la dantesca visión de las llamas que devoran los árboles. Assumpció detiene el vehículo, y pasa un rato, del cual no puede llevar la cuenta -porque el tiempo interior no tiene medida- observando y sintiendo.


Todo buen pintor es un alquimista que transforma en belleza lo que siente y lo que piensa. Así lo hace de modo magistral Assumpció en su exposición El bosque Quemado; un trabajo exquisito (que ha completado con el tema de las prisiones íntimas, en su actual exposición en el Museo Würth de La Rioja).


www.youtube.com/watch?v=M8Bvrgf45Zs

Gracias, Assumpció, por mostrarnos así de acertadamente que el ser humano puede transcender lo terrible por medio de la belleza.

sábado, 8 de octubre de 2011

En un huerto de luciérnagas me he sentado a pensar



Necesitamos la luz para vivir, pero también la oscuridad para que exista la luz. De no ser por las tinieblas nocturnas en la tierra, o por la negrura abisal de los océanos, no existirían los animales luminosos. O no podríamos verlos.

Durante los veranos de mi infancia, recogía luciérnagas cuando iba de paseo con mi madre. Existía un camino repleto. Raptábamos algunas para llevarlas a nuestro jardín. Allí proliferaron, y nos alegraban las noches con su hermoso farolito verde. De unos años acá, las luciérnagas han desaparecido de todos los rincones conocidos: caminos, carreteras, jardines... me pregunto si será debido a los pesticidas y biocidas esparcidos por la mano humana. En cualquier caso, las echo de menos: no encuentro nada más bello que lo pequeño y misterioso.

Nos queda buscar las luciérnagas en las artes. La pintora Remedios Varo, a quien pertenece la autoría del título de este post, pensó en estos seres de luz para crear una poética de la palabra y de la imagen.

Encontré luciérnagas en el libro de Ana María Matute que precisamente lleva este título, Luciérnagas. Ambientado en la Guerra Civil española de 1936, narra el periplo de un grupo de unos -apenas- adolescentes a quienes la guerra ha despojado de cualquier resto de su universo de niños. Entre las luces blanquecinas de los bombardeos, estos chicos encuentran en el amor y la amistad su rincón de paz personal. En definitiva, un refugio seguro en su interior cuando todo lo de fuera se tambalea por la destrucción y el miedo.

Siguiendo en la caza de luciérnagas, también las encontré muy bellamente -y en una historia aún más triste que la de Matute, porque aquella tenía un final esperanzado, y los personajes eran ficticios- en la película de animación La tumba de las luciérnagas. El director japonés Isao Takahata cuenta la vida y la muerte de dos niños japoneses durante la II Guerra Mundial. El filme es un despliegue de virtuosismo de la animación, sobre todo por su sobriedad (valorable en una éooca en la que los dibujos Manga nos tienen acostumbrados a tamañas sofisticaciones). Sin embargo, se hace difícil resistir el visionado, por la extrema dureza de las circunstancias que narra; más si se tiene en cuenta que está basada en una historia real. La tumba de las luciérnagas es, sin concesiones, una de las películas más tristes -aunque más exquisitas- que pueden verse.

No deja de resultar curiosa la asociación de las luciérnagas, en estos dos casos, con los destellos de luz que proliferan en un ambiente bélico. De no ser por lo terrorífico y absurdo, las explosiones podrían resultar incluso bellas (recuerdo ahora otra imagen de otra película de animación, Vals con Bashir, con el protagonista bailando a ritmo de una preciosa música entre las balas...)

Los libros de biología explican que las luciérnagas fabrican su luz en un órgano especial situado en su epidermis, generándola por un proceso de oxidación de dos de sus enzimas (la luciferina y la luciferasa), en intervalos de unos 8 segundos. Es el fenómeno de la bioluminiscencia. Se trata, en este caso, de un mecanismo de las hembras para atraer a los machos. Nada que ver con las luciérnagas-bala que adornan el escenario de películas y libros situados, tristemente, en abientes bélicos.

Al ser humano le sucede lo que a los personajes de las novelas de Matute: en medio del caos y la desesperación, somos esos otros animales capaces de autorredimirnos en un acto de amor o de belleza. Por eso, también, podemos fabricar arte, otra manera de iluminar el mundo, aunque no tengamso en nuestro organismo enzimas luminosas.

Sirva este post de homenaje a las luciérnagas que conocí en aquel camino de mi infancia, que eran nada más -y nada menos- que gusanos de luz en un paisaje pacífico.