domingo, 22 de abril de 2012

¿Quiere usted ser dichoso?


Ojeando El Mundo Gráfico, un magazine de principios de siglo XX, me llaman poderosamente la atención algunos anuncios dirigidos a lectores que quieren alcanzar la felicidad. Y comienzo el peligroso ejercicio de pensar y repensar: ¿acaso hay alguien que no la desee?

Claro que, la felicidad quizá es una cuestión de matices: ¿Qué es para usted la felicidad? ¿y para su vecino? ¿y para mí?

A lo largo de todos los tiempos el ser humano se ha interrogado sobre el asunto, siendo que muchos días de nuestras vidas transcurren sin haber alcanzado -quizá sólo fugazmente- algo parecido a la felicidad. En estos anuncios de 1912 la felicidad aparece relacionada con términos que hoy pueden parecernos más o menos curiosos, o más o menos actuales: éxito en la vida, salud, fortuna, suerte, o incluso ganar en los juegos... La ausencia de felicidad, se asocia con palabras como: miseria, preocupaciones, timidez, falta de amor...

Tolstoi

Lev Tolstoi, en su libro Confesión (una autobiografía emocional), hace un intenso repaso de su existencia, mientras se interroga sobre la cuestión de la felicidad. Permitiendo al lector que le acompañe en un viaje interior hacia sí mismo, relata cómo naufraga, se hunde, emerge y se tambalea infinidad de veces a lo largo de su vida, sin conseguir alcanzar un estado duradero de armonía interior y bienestar con lo que le rodea. Finalmente, explica, volviendo en su vejez la vista hacia los campesinos más humildes de su aldea, y observa cómo justamente los más sencillos son quienes mejor han soportado la dureza de la vida, los sufrimientos más profundos y las circunstancias más adversas, con el temple y la elegancia de quienes tácitamente han entendido que no hay nada que entender.Es decir, algo parecido a lo que Tolstoi concibe como felicidad.

Así, pues, el viejo, sabio y experimentado genio literario de Tolstoi viene a decirnos que felicidad es un estado del alma, no una búsqueda del placer que otorga el éxito (¿social? ¿económico? cada cual concebirá qué es para sí el éxito), que siempre depende de las circunstancias cambiantes; el tiempo, el objeto, los lugares. Posiblemente los campesinos de Tolstoi no han perseguido nada más allá de lo que hay a su alrededor ("Mi felicidad consiste en que sé apreciar lo que tengo y no deseo con exceso lo que no tengo", diría también el autor). Sin saberlo, aquellas gentes que viven una existencia tranquila, en contacto con la naturaleza, y con sus días alegres y sus sombras tristes, han alcanzado un clima íntimo de libertad interior y de confianza, que les libra de sentirse desgraciados; y su secreto para la felicidad es que no hacen siempre lo que quieren, sino que quieren siempre lo que hacen.

Para Tolstoi, el hallazgo de la felicidad tiene algo que ver con la fe religiosa. Para los pensantes que no creen en las religiones sino más bien en la simple necesidad humana de conectar con lo transcendente sin estar adscritos a ningún credo, sólo hace falta cambiar la terminología, pero probablemente estamos hablando de las mismas cosas.


Ha transcurrido exactamente un siglo desde que se publicaron estos anuncios en El Mundo Gráfico. Y el ser humano sigue enredado en sus pasiones y atormentado por la codicia, la arrogancia, el deseo, la envidia... posiblemente buscando frenéticamente fuera de sí aquellas cosas que cree que pueden aportarle felicidad: el confort, el conocimiento, el nivel económico, el reconocimiento social, el poder... Asuntos ciertamente placenteros, aunque todo placer se consume a sí mismo en cuanto que es experimentado; y por eso conduce al ansia de querer más.

Dentro de cada uno de nosotros existe un estado mental que conduce al bienestar. Tiene que ver con la serenidad, con el sentimiento de armonía y conexión con todas las cosas que tengo a mi alrededor y que me suceden a mí, sean cuales sean. Lamentablemente no se nos instruye desde niños para adquirir las llaves que pueden abrirlo. Una de las más poderosas es el ejercicio de la meditación.
Foto:M.Paz de Lema

El objetivo de la meditación no consiste en alcanzar ningún estado místico ni de iluminación. Simplemente consiste en estar aquí y ahora; atendiendo a nuestro cuerpo y a nuestros pensamientos, a nuestros sentimientos y al movimiento de nuestro entorno. Sólo es una herramienta para realizar un viaje interior (como el que realizó Tolstoi escribiendo)en el que ningún ruido externo nos amenace con distraernos de la escucha de nuestros sentimientos, emociones y necesidades físicas.

No hay nada más sencillo ni más complicado que meditar. Que es tanto como decir, conocerse a sí mismo. Un ejercicio imprescindible para alcanzar ese estado al que podemos dar nombre de "felicidad" y que requiere pararse a ejercitar la constancia, la valentía y la sinceridad. Aunque, claro, todo eso es quizá un poco más complicado que correr en busca de la suerte, el éxito, la fortuna, la suerte, y todas las recomendaciones que ya nos ofrecía la publicidad de hace 100 años; en el fondo, tan parecidas a las que nos ofrece la de hoy.

Publicidad impresa en la revista El Mundo Gráfico (1912)

domingo, 15 de abril de 2012

El crepúsculo de los dioses



Humanos del siglo XXI: ¿podríamos, por favor, dejarnos de "avances" y regresar al Neanderthal? ¿a una sociedad en la que el homínido cazaba estrictamente para comer, cuando ningún filósofo ni psicólogo había catalogado el concepto de "Ego" después de observar el triste comportamiento del ser humano, que se sigue creyendo "Rey" con poder absoluto de matar otras especies sin que exista necesidad primera de llevarlas a su gaznate por cuestión de vida o muerte...?

Quien suscribe estas líneas retornaría gozosa a cualquier época en la que el número de especies animales en peligro de extinción no fuera tan abrumadoramente alarmante como en la actualidad. Y, sobre todo, a cualquier época -pasada o futura, ojalá- en la que el ser humano pusiera por delante unos valores de respeto por otras especies que están demostrando ser muy superiores a nosotros -a las pruebas me remito- en sensibilidad, inteligencia, comunicación y solidaridad.

Pongamos, por ejemplo (creánme, elegido al azar en fecha como hoy, no es por nada...), los proboscídeos: los elefantes. Especie internacionalmente en peligro de extinción, y seriamente amenazada con desaparecer para siempre en algunas zonas del planeta. Se trata de seres extremadamente inteligentes. Más allá de su instinto, se ha demostrado que tienen memoria, pues las grandes hembras matriarcas que conducen las manadas son capaces de recordar rutas de camino específicas en las que no faltará comida en épocas de escasez, por ejemplo; o recordar a congéneres con los que no se han reencontrado desde hace muchos años. Las elefantas son solidarias ayudando en la cría de los bebés a sus compañeras (debido a ello, el índice de mortalidad infantil en esta especie es de los más bajos de la selva, ya que se organizan en verdaderas guarderías), y tienen arraigadas costumbres de duelo y rituales funerarios en los que demuestran verdadero sentimiento de dolor cuando falta para siempre un compañero. Los elefantes son muy fuertes, pero silenciosos, discretos, y, sobre todo, muy bellos y sensibles.

Extraña que el ser humano haya decidido saltarse la apreciación de todas estas cualidades y del honor que supone que este patrimonio natural nos siga acompañando durante muchos más años en este planeta, porque resulta que, pese a ser especie protegida, ciertos países africanos han decidido no legislar sobre tal protección, y no sólo permiten la organización de safaris-cacería para aniquilar elefantes, sino que lo utilizan como reclamo para atraer turismo (de magnates y poderosos) y para engrosar sus arcas (porque la excursión, desde luego, no es barata. Una familia media del sur de Europa podría comer todo un año con el precio de un safari unipersonal).

Heróico comportamiento del ser humano, que se engrandece pagando por matar a un animal que una empresa destinó a ser su blanco, y que no tiene escapatoria. Heróico, y muy noble: digno de ejemplo, de ser contado a los amigos. Claro, es que hemos evolucionado mucho desde el Neanderthal, y, ahora, ya somos civilizados. Demuestra gran sentido del valor moral y de la ética arremeter a balazos contra un ser vivo más grande que yo, y regresar contento por todo lo que he podido demostrarme a mí mismo y a los demás humanos con acto tan loable. Este es el tipo de actitud que muestran ciertos grupos humanos de alto poder socioeconómico y que consideran diversión este tipo de actividades.

Sería estupendo generar un debate entre antropólogos, psicólogos, biólogos y sociólogos para deslindar las causas de este tipo de comportamiento en los humanos. Podríamos incluir en esa mesa redonda a algún catedrático de ética y, si gustan, a algún experto en finanzas (que, en estos tiempos de la Europa en crisis, también sería pertinente).


La actriz Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950)

Para ahorrarnos el gasto de un debate, en todo caso, se puede plantear una reflexión con el visionado de la película de Billy Wilder "El crepúsculo de los dioses", que narra la historia de una vieja diva (maravillosa interpretación de Gloria Swanson) que cae en los más ridículos comportamientos por no saber aceptar su decrepitud, y arremete contra todo en un intento desesperado de recuperar algún ápice de su esplendor perdido, protagonizando escenas caricaturescas en un carnaval sádico.

Después de ver a Gloria Swanson en este filme ("Sunset boulevard" en su versión original) quizá podamos explicar a nuestros hijos -que heredarán este planeta mañana- por qué el ser humano sigue atrapado en su egocentrismo, su soberbia, sus banalidades, sus bizarras artimañas para sentirse vivo ejerciendo el placer de matar.

Entre tanto, muchos elefantes -y otras especies que son blanco de cacerías caprichosas de personajes adinerados- seguirán muriendo en el silencio triste de su indefensión. Ellos sí son esos dioses que sufren su inapelable crepúsculo definitivo.

domingo, 1 de abril de 2012

No con mis impuestos, por favor



"La grandeza moral de una Nación se mide por el trato que da a sus animales" (M. Gandhi)

Nunca terminaré de entender por qué a lo largo de toda la historia de la humanidad los seres humanos no hemos superado el gusto por el morbo y por presenciar lo escabroso. Botón de muestra, los espectáculos que organizaba la civilización romana (antes y poco después de comenzar la Era Cristiana) soltando a personas en un ruedo que debían ser devoradas por animales depredadores carnívoros, o simplemente, matarse entre ellos.

Otro botón de muestra, las ejecuciones públicas en la época de la Inquisición española, cuando las plazas de los pueblos se llenaban de gentío con el propósito de presenciar la quema de alguna persona en la hoguera (por supuesto, sin anestesia). Todavía en algunos países de nuestro globo terráqueo (lamentablemente, más de los que nos imaginamos en primera instancia) siguen practicando la convocatoria de público para las ejecuciones de sus reos. Y pardiez que las gradas, o las plazas, se llenan.

En este país que habito, al Sur de Europa Occidental, cuna de la lengua castellana,y ejemplo idiosincrásico de la cultura mediterránea, existe todavía hoy -en pleno siglo XXI- una truculenta diversión que consiste en observar cómo un animal vertebrado, mamífero, de los ungulados, artiodáctilo, y bóvido por más señas (es decir, un toro) es torturado sangrientamente hasta morir ante el aplauso de varios centenares de personas que consideran que están presenciando "arte".

Perdónenme ustedes, señores aficionados al "arte": Arte es mirar un cuadro de Leonardo, una escultura de Miguel Ángel, o, si prefieren algo más nuestro y de esta península, mirar una obra de Velázquez o de nuestro contemporáneo Antonio López.Arte es lo que hace Jordi Savall con su música, o Javier Bardem en sus interpretaciones. Por poner algunos ejemplos, y discúlpenme todos los que me dejo en el tintero: literatos, cantautores, escultores, bailarines...

El obsceno espectáculo de los toros, que ustedes califican de arte, ofende a otra parte de la población, que opinamos que ninguna muestra pública de sangre y tortura -ni humana, ni de animal no humano- tendría que ser tolerable en una sociedad civilizada, sensible y con una mínima conciencia y valores.

El toro sale al ruedo en estado de susto, azuzado entre túneles oscuros, y, al llegar a la plaza, recibe una ovación que le causa ansiedad porque ni la comprende ni está en su medio natural. A continuación viene un tipo con una pica que será clavada -para robarle su fuerza connatural- en una de las zonas más vulnerables y dolorosas de su cuerpo, el punto de la columna vertebral donde reúne todo el "nudo" de su sistema nervioso. El toro quedará en ese punto tan dolorido y débil, que no podrá hacer otra cosa que embestir en su indefensión a cualquier cosa que se mueva ante sí (por ejemplo, un trapo de color carmín).

Si tenían ustedes poco con lo resumido hasta ahora (y si aún han visto poca sangre), la "fiesta" consiste en que, a continuación, entrarán otros varios tipos -vestidos de colorín y folklorismo- que le clavarán unos arpones metálicos,también muy coloristas y tradicionales, para que se queden desgarrando su musculatura mientras otro "valiente" con un trozo de trapo rojo se pasea delante del pobre bicho para marearlo un poco más, mientras se sigue desangrando, durante unos pases que aplaudirá el respetable.

Y en fin, si todo esto no era suficiente, el "valiente" protagonista humano, terminará rematando su faena atravesando al animal acorralado y debilitado clavándole una espada desde la columna hasta el abdomen, a ser posible tocándole algún órgano vital que le derribe muerto al instante. Si el maltrecho animal no tiene la suerte de morir en el tiempo estimable, aún se le clavará otro instrumento de dolor y tortura en la cerviz, un puñal corto.

Lamentablemente, las últimas noticias en este ruedo Ibérico, en esta España de folklore y pandereta que sigue en el deleite de llamar a tamaños tormentos "fiesta" y "nacional" me siguen llevando a pensar que no terminaremos de abandonar nuestra condición de bárbaros incivilizados: nuestro actual presupuesto del Estado ordena "recortar" gastos en Sanidad, Educación, e incluso Asuntos Sociales. Sin embargo, ¡ay!se ha decidido no retirar las ayudas públicas a la tauromaquia. Es más, se está promoviendo la idea de que las corridas de toros sean proclamadas "Bien de interés cultural" (¡¡Bienes!!??? ¡¡¡Cultura???!...)

Si esa es la voluntad de quienes mandan, y si es todavía inviable que en pleno siglo XXI no se remuevan las suficientes conciencias que dejen de ver el sentido a la tortura como espectáculo, al menos rogaría a las Señorías del Gobierno que permitan una casilla en la Declaración de Impuestos que ofrezca la opción al ciudadano de que sus impuestos no sean destinados al martirio de ningún ser.