jueves, 29 de marzo de 2012

Huevos y conejos para celebrar la primavera


William Holden Hunt. Nido y flores.

Desde tiempos antiguos el ser humano ha rendido culto a la fertilidad. Deseamos que nuestras cosechas sean prósperas, que la tierra nos regale un estallido de flores, y que podamos recoger grandes cantidades de frutos de nuestros queridos árboles, o incluso (más en otros tiempos que hoy en día) ver nuestros hogares poblados de niños.

Los griegos adoraron a Astarté, diosa de la fecundidad. Y la palabra “Pascua” tiene su pariente etimológico en la diosa teutónica Eostre (nombre propio que significa “brillo del Este”, a su vez asociado etimológicamente a la palabra “estrógeno”). La festividad de Eostre coincidía con el equinoccio de primavera, es decir, la época en que en la actualidad celebramos la Pascua.

Poco a poco las culturas precristianas anglosajonas empezaron vincular a Eostre simbólicamente con un mamífero muy prolífico, el conejo, y a los huevos en los nidos, utilizándolos como metáfora de aquello que está por nacer.
¡Si bien es cierto que los conejos no ponen huevos! Los conejos son estos preciosos mamíferos de orejas largas que se reproducen con gran facilidad. El periodo de gestación de la hembra es muy breve, y da a luz camadas numerosas (pueden ser de hasta veinte crías), con la particularidad de que puede volver a entrar nuevamente en fase de celo en un tiempo también muy corto.




La costumbre de asociar los huevos con el conejo probablemente deriva de la celebración del equinoccio del 21 de marzo que solía hacerse en los países nórdicos: tras el deshielo de las nieves, los campos se cubrían de color vistoso y de flores muy llamativas, y el ser humano –artista innato- sentía la necesidad de trasladar esos colores a los huevos que se ofrecían en el altar de la diosa pagana durante la fiesta. Los famosos huevos de pascua actuales podrían tener su origen en esta costumbre, ya que, además, los teutones antiguos contaban en sus leyendas de Pascua que los conejos incubaban los huevos.

En cuanto a los países de tradición cristiana, ocurría que existía la costumbre de ayunar durante la cuaresma, por lo que solía provocarse un excedente de huevos que después se utilizaban para regalarlos coloreados como presente por la Pascua. A partir del siglo XVIII, algún pastelero ideó vaciar los huevos de su contenido –es fácil hacerlo agujereándolos cuidadosamente con un alfiler y soplando por los dos orificios- y recubrirlos de chocolate.

Para todos aquellos que no hayan logrado encontrar nunca en su vida un momento de éxtasis saboreando chocolate, ni hayan experimentado nunca una particular atracción por los simpáticos mamíferos de orejas largas, pelo suave y devoradores de zanahorias, vaya la sugerencia de pararse a mirar los colores de las flores por los campos o de reparar en el deslumbrante cambio de luz y de matices que nos regala el equinoccio cada año por estas fechas.

domingo, 18 de marzo de 2012

El lúcido genio de Goya






Francisco de Goya legó a través de su pintura toda una visión filosófica y personal acerca de su tiempo y de la condición humana. Adelantado de su época (en pleno Rococó encontramos a todo un precursor temático del Romanticismo y el Surrealismo, y un avanzado estilístico del Impresionismo e incluso Expresionismo), el artista zaragozano fue también un cronista de los acontecimientos históricos de la transición entre dos siglos, y el creador de un mundo muy personal a través del reflejo de sus fantasmas particulares en sus dibujos.

La mente de Goya era la de un genio que supo traducir al color y a la forma sus impresiones sobre el mundo y su pasión ciclotímica por la vida. Mucho se ha especulado sobre la misteriosa enfermedad que dejó sordo a Goya a los 46 años. Hay quien sostiene que se trata del saturnismo, una intoxicación provocada por los pigmentos que utilizaba para pintar. Otros autores se atreven a mencionar la sífilis; y un curioso estudio de la psicóloga clínica Olga Martín Díaz (véase: Goya, pinturas negras, arte y psicosis. Editorial Zumaque) sostiene que Goya padeció posiblemente crisis mentales cíclicas, cuyas consecuencias en su carácter y en su pintura quedaron patentemente manifiestas. Y la larga y misteriosa dolencia padecida entre 1891 y 1892 podría ser una de ellas.

Lo cual no significa que Goya estuviese loco. Al fin y al cabo, se habla de “locura” como una etiqueta de “sin razón”; cuando en muchas ocasiones precisamente la mayor lucidez es la que manifiesta un aquejado de alguna dolencia mental, mal llamadas enfermedades.

A partir de 1893 vemos la huella de la sordera, el aislamiento, y el cambio de visión del mundo en la obra de Goya. Comienza a pintar una serie de personajes de la vida social, atistocrática y artística española, entre los que destaca el cambio de punto de vista expresado en los dos retratos de la duquesa de Alba, con quien mantuvo un idilio tras enviudar ella, según algunos expertos.

En el primer retrato, Cayetana aparece hierática, como un maniquí, distante y altiva.


En el segundo retrato, la dama mantiene su pose soberana, pero dista bastante de la pose de muñeca, y es una mujer de carne y hueso, de porte decidido y presencia rotunda, que señala una inscripción en la arena del suelo en la que se lee “Sólo Goya”.
El romance con la de Alba marcó un hito importante en la vida de Goya, pero supo mantenerse al margen a tiempo, y continuar con su pintura.


Comienza en 1799 la serie de Los Caprichos, una colección de 80 estampas al aguafuerte que comenzaron a venderse en la trastienda de una perfumería-licorería de la madrileña calle del Desengaño, y que finalmente fueron retirados por la censura.

En ellos se manifiesta el Goya ácido que critica la haraganería, la superstición y la ignorancia de la España de la época. Retrata la degradación social de la prostitución, la pérdida de valores: la falta de juicio, el fracaso de la enseñanza y la política, la sombra oscura que ejerce la Inquisición. Los rostros son más bien máscaras, las del ser humano anónimo que participa de todos estos despropósitos.

Goya vivirá el horror de la guerra (Guerra de la Independencia contra los franceses, 1808-1814), convertido en cronista –casi fotógrafo- de una galería de horrores espeluznantes, donde todos son víctimas y verdugos, eludiendo glorificar todo tipo de muestra de patriotismo o heroísmo. La profunda huella que dejan en el pintor todos estos acontecimientos y el impacto de lo presenciado, así como el balance de su vida (al finalizar el conflicto y con la vuelta de Fernando VII el deseado, Goya tiene unos 70 años) le hacen desear el aislamiento en una morada que adquiere a orillas del río Manzanares, La Quinta del Sordo.

En las paredes de este caserón de dos pisos pinta Goya la serie de Pinturas Negras, fruto posiblemente de un segundo brote ciclotímico. Se sigue especulando sobre las enfermedades de Goya. Quizá los únicos males del genio fueron haber nacido dotado de una sensibilidad suficiente como para captar a fondo la miseria de la condición humana, y haber vivido una circunstancia histórica en la que se puso de manifiesto de una manera particularmente descarnada. Por otra parte, Goya fue padre de 20 hijos, de los cuales sólo sobrevivió Javier. Seguramente la muerte de 19 vástagos dejó igualmente una huella muy profunda en la personalidad de Francisco de Goya.

En las Pinturas Negras con las que decoró la Quinta del Sordo reiteró su estilo crítico con la sociedad, a veces terrorífico al retratar los fantasmas existenciales y arquetípicos que acechan las vidas humanas, y la idiosincrasia mediterránea del pueblo español. El conjunto de la obra de Goya viene a expresar que “la libertad no existe, la verdad es peligrosa, y sólo queda una remota esperanza de que lleguen los frutos de la paz”.

Tras esta segunda grave enfermedad de su vida, Goya, anciano y agotado, se traslada a vivir a Burdeos. Allí terminará sus días confortado por las visitas de su hijo y de su nieto, y en la grata compañía del último amor de su vida, Leocadia Weiss, joven a la que había retratado junto a una tumba en las paredes de la Quinta del Sordo.

Uno de los últimos grabados de Goya enseña la figura de un anciano que camina con ayuda de bastones. “Aún aprendo” escribe el autor. Goya tenía 82 años, y hasta el momento de cerrar los ojos, sintió esa avidez por aprender la vida y filosofar sobre la condición humana, con la lucidez propia del genio ciclotímico.

sábado, 10 de marzo de 2012

Salto en busca de la vida

La vida es bella.
El tiempo pasa.
Atrévete y...
¡¡Salta !!


Fotografía: Jacques-Henri Lartigue


Fotografía: Elliot Erwitt


Fotografía: Tim Flach


Fotgrafía: William Wegman


Fotografía: Schnauzie