lunes, 9 de mayo de 2011

Ballenas y expectativas


Cuando tenía 5 años, esa época mágica en que uno va descubriendo el mundo, vi un día en Tv una escena de ballenas. En el blanco y negro de la pantalla de entonces, la grandeza majestuosa de los cetáceos me impresionó vivamente. Reinas absolutas de los mares, uno de los animales más enormes, me pareció que no podía haber un ser más señorial en todo el planeta.

Empecé a coleccionar fotos de ballenas, que guardaba en una cajita de cartón. Cada vez que encontraba una ballena en una revista o periódico, hacía un recorte de aquello, y lo colocaba en mi caja de tesoros con devoción. No tardé en empezar a pensar que, de mayor, viviría en alguna zona del mundo en la que estaría bien cerca de las ballenas y las observaría cada día. Aquella caja de retales de papel se convertía, de algún modo, en un mito en mi mente, que abrigaba cada vez que sostenía las fotos entre mis manos y me escapaba, soñando, hacia algún mar frío. Lamentablemente, después de varios meses, comprobé que sólo había conseguido encontrar tres fotografías –muy pequeñas- de ballenas, las mismas tres que observaba cada día; porque no había más.

La historia de mi cajita de ballenas continuó con prosperidad. Un buen día -harta de que no hubiera forma de aumentar la colección de imágenes de ballenas- decidí mezclar en la caja caballos. Había visto uno al natural, y me pareció que no dejaba de ser, también un animal grande y majestuoso,. Y estaba mucho más cerca. Además, encontré fotos de caballos para recortar en muchas revistas; ¡eran mucho más fáciles de conseguir!. Pronto logré reunir unas pocas decenas.
Casi sin darme cuenta, me descubrí feliz disfrutando de aquellas otras estampas. Tanto como cuando observaba sólo las tres -las mismas tres- del gran cetáceo que aún no he tenido ocasión de ver nunca en la realidad, tantos años después.

Toda esta anécdota de las ballenas es un pretexto para hablar de las expectativas. Uno ve, oye o siente algo que le emociona, y se adhiere a aquel sentimiento, aquella idea, aquel objeto; y cree que, con soñarlo, lo tiene casi conseguido. Casi lo ve en su mano, y la ficción del sueño llega a ser un día más real que la propia realidad.

De repente, alguna fecha del calendario más o menos lejana, pero presente en ese momento, nos devuelve con una bofetada el triste desengaño de que la expectativa resultó ser un absoluto imposible en términos fácticos.

En ese momento, probablemente no es tan oscura la ruptura de aquella ilusión como el tomar conciencia del tiempo y la energía que se invirtió fantaseando con algo quimérico, cuando quizá en el día a día cotidiano, existían asuntos, objetos, aromas e ideales mucho más alcanzables, y siempre susceptibles de ser amados: tanto como aquella expectativa.