jueves, 21 de abril de 2011

De los escribanos medievales a los tipógrafos del siglo XXI


(fotografías tomadas a manuscritos de David Quay. www.davidquaydesign.com/)
Fueron tomadas durante el curso ofrecido por Amanda Adams y Oriol Miró

http://sites.google.com/site/keith7amanda2/
http://www.urimiro.com/

www.milagrosdediseno.com/blog/taller-de-caligrafia-inglesa-ii-parte/

Dibujar letras es una experiencia que debiera probar todo humano. No me refiero al acto cotidiano de garabatear tipos manuscritos cuando hacemos la lista de la compra, tomamos apuntes, o anotamos un recado. Hablo de la conciencia del trazo.
Asuntos como la inclinación del elemento con el que se escribe, la elección de la tinta, del papel, de la herramienta (pluma, bolígrafo, pincel, rotulador), color... y, algo mucho más importante: la disposición del escribiente.
¿En qué estado de ánimo escribimos? ¿sereno, agitado, iracundo, triste, pletórico, motivado, obligado? ¿respiramos al compás de los trazos? ¿deslizamos la punta del plumín por el papel con un leve vuelo o apretamos como si nos fuese la vida en ello? ¿cómo es nuestra postura? ¿y la inclinación del papel? ¿es adecuada la iluminación? ¿hay algún sonido alrededor que nos inspire o que, por el contrario, nos perturbe? ¿necesitamos el silencio? ¿durante cuánto tiempo somos capaces de mantener la concentración para no variar ni el tamaño de las letras, ni el ductus, ni el orden de las mismas?.



Durante la Edad Media, los Monasterios y Abadías fueron refugio de la cultura y vivero de escribanos. En las inmediaciones del claustro del edificio, existía una sala, anexa a la biblioteca, con ventanales que daban al patio, a fin de permitir buenas entradas de luz. Junto a cada ventana, un pupitre donde se situaban los copistas, con sus herramientas de escritura: el cultellus (un instrumento que rascaba los pergaminos para pautar la escritura, o para borrar los errores), la pluma, el tintero; así como una baldosa de cerámica, calentada en el hogar, para templar dedos y manos cuando el frío del invierno agarrotaba las extremidades, ya que no se permitía tener velas encendidas en la estancia, a fin de evitar cualquier eventual peligro de incendio. No olvidemos que en esa época, cualquier bien escrito era un tesoro, y la escritura y la lectura, privilegio de muy pocos.
La caligrafía exigía un importante desgaste de la vista. Un número relativamente elevado de copistas y escribanos terminaban quedando ciegos, a honra de su profesión y de su espíritu, pues para ellos, esa condición significaba realmente haber llegado a transcender los asuntos terrenales y de los sentidos, y suponía un premio quedar elevado a la no necesidad de lo visible.


 

Si en la actualidad dudamos de la importancia de la escritura manuscrita, ahora que cada vez más los ordenadores y artilugios digitales nos invitan simplemente a escribir pulsando botones, párense ustedes a observar la tipografía de los transportes urbanos de sus ciudades, carteles de señalización en poblaciones y carreteras, etiquetas de productos (vinos, infusiones, azucarillos... algunas son verdaderas obras de arte);  y no tardarán en darse cuenta de que los actuales tipógrafos todavía trabajan a mano.
La importancia del trazo, y la observación de factores físicos y personales como los comentados al principio del post, son insustituíbles por una máquina. Una vez trazado el manuscrito, se escanea y se digitaliza, pero este es otro de los oficios que, afortunadamente, sigue demostrando que la mano y el espíritu del ser humano todavía no han podido ser suplantados por la máquina.